domingo, 19 de junio de 2011
LA LIBERALIDAD
La liberalidad, que parte de la justicia, es la virtud que “tiene por objeto moderar el amor a las cosas exteriores, principalmente de las riquezas, e inclina al hombre a desprenderse fácilmente de ellas, dentro del recto orden, en bien de los demás” (1).
Dicho de otra manera, es “el medio prudente en todo lo relativo a la riqueza. Es la virtud que tiene que ver con el “recto uso de dichos bienes”. El buen uso del dinero es el acto propio de la virtud de la liberalidad.
San Agustín decía que “es virtuoso el usar bien de aquellas cosas que podemos usar mal”, porque podemos usar bien o mal no sólo de lo que tenemos en nuestro interior, (como las potencias y las pasiones), sino de nuestros bienes materiales externos. Virtud noble y señorial, que mejora enormemente las relaciones humanas, otorgando armonía, excelencia y belleza al trato social.
“Dado que los bienes o riquezas afectan nuestro corazón de tal o cual manera, cabe la posibilidad de usarlos bien o mal. La liberalidad es la virtud por la cual el hombre emplea virtuosamente los bienes que posee o, si se prefiere, se trata de una disposición interior que ordena el amor, la complacencia y el deseo relativo a dichos bienes, de acuerdo a la razón. Se refiere, por lo tanto, a un desapego interior, y no será virtud si no damos con alegría, porque “Dios ama al que da con alegría” dice San Pablo.
Por eso, como enseña Santo Tomás, la esencia “de la liberalidad son los afectos, es decir, las actitudes o disposiciones interiores frente a las riquezas. El principio de la liberalidad es un cierto desapego, por el que no se desea ni se ama tanto al dinero, (como para), que uno se cierre a toda generosidad para con el prójimo. De ahí la posibilidad de que también los pobres, cuando son realmente virtuosos, puedan ser liberales, ya que la liberalidad no consiste tanto en dar cuanto en la disposición del donante.” (2)
Sirva esta simple anécdota a lo que digo. Una vez un hombre rico fue a pedirle consejo sobre el manejo justo que debía hacer de sus bienes a un piadoso fraile. El fraile lo acercó a la ventana y le dijo:
“Mira.-
El hombre rico miró por la ventana a la calle. El fraile le preguntó:
- ¿Qué ves?-
El hombre le contestó:
Veo gente, personas.-
El fraile entonces lo condujo ante un espejo y le dijo:
Y ahora. ¿Qué ves? -
Ahora me veo yo. -
¿Entiendes? Le dijo el fraile. En la ventana hay vidrio y en el espejo hay vidrio. El peligro está en que el espejo tiene un poco de plata, y cuando hay plata uno deja de ver personas y comienza a verse a sí mismo.”.-
La historia humana ha demostrado la cantidad de ricos que llegaron a los altares como San Luis rey de Francia, Santa Isabel de Hungría, San Wenceslao de Bohemia o Santa Margarita de Escocia. Lo cual prueba que ni el dinero, ni aún un trono, impiden la santidad. Lo que la dificulta y el peligro consiste en el mal uso que podemos hacer del mismo. De ahí que haya ricos santos y pobres que no lo son.
El dinero se puede recibir o dar, acumular o prodigar. El hombre liberal, según Aristóteles, recibirá lo que corresponde y dará lo que deba. Gastar en beneficio de otro es liberalidad pero para poder dar es necesario saber generar dinero y conservarlo de ahí que los tres actos sean importantes. Nuestro Señor no pretende que demos todos nuestros bienes, (salvo que seamos llamados a un desprendimiento de virtud superior como la vida religiosa), pero sí nos aconseja que ordenemos el recto uso de ellos, desde nuestro corazón.
La naturaleza humana es más propicia a acumular que a dar, de ahí que la virtud consista en manejar con equilibrio estas dos actitudes y, entre ambas, es más virtuoso el acto de dar, (para hacer
con ello cosas buenas), que el de guardar para sí. Tampoco dependerá esta virtud de los bienes que se posean, sino de la proporción entre lo que tengamos acceso y lo que demos, como el Señor nos enseña en el Evangelio con el óbolo (limosna) de la viuda, que dio tan sólo una moneda pero el Señor lo destacó porque ella dio todo lo que tenía.
Ser justo es darle a otro lo que es suyo. De ahí que no se sea liberal porque se paga un sueldo que corresponde a un trabajo acordado previamente de manera puntual. La paga, la suma de dinero en ese caso, ya es del otro. Ser liberal, en cambio, es darle de lo que es nuestro. un reconocimiento extra por su esfuerzo notorio. Por haber venido bajo la lluvia y en bicicleta y aún con fiebre porque sabía que lo necesitábamos ese día de nuestro aniversario. Ese reconocimiento del esfuerzo ajeno, (que demostraremos con una paga extra), es lo que nos hará liberales con el dinero.
Cuando hablamos de dinero, no nos referimos solamente a la moneda, sino a todo lo que se mide con valor monetario. Santo Tomás nos enseña que el dinero no es un fin en sí mismo, pero cuando sirve a un bien, (crear fuentes de trabajo, plantar un monte para obtener madera, hacer un dique para tener una reserva de agua, edificar su propia casa al construir una familia, levantar un colegio o una Universidad), proporciona una gran satisfacción, algo parecido a la felicidad, por habernos constatado capaces de construir y ver nuestro esfuerzo realizado.
El dinero es un bien útil, ni malo ni bueno en si mismo, pero el bien o el mal dependen del uso que nosotros le demos con nuestro corazón.
La doctrina social de la Iglesia, (o sea la propuesta católica al correcto orden social), enseña que el derecho sobre la propiedad no es absoluto, sino que tiene un fin social. Somos dueños de nuestros bienes pero con el fin de proveernos nuestro sostén personal y familiar y generar trabajo y bienestar a otros. Aunque poseamos una propiedad legalmente, moralmente no podremos destruirla. Nuestro derecho sobre la propiedad moralmente no llega hasta la destrucción del bien.
Podemos poseer un monte en nuestras tierras, que podremos talar y vender toda la madera dando trabajo y bienestar, pero moralmente no podremos prenderle fuego por el simple hecho de que sea nuestro. Podemos tener una pileta en nuestro jardín para bañarnos o para invitar amigos y familiares, pero no podremos moralmente llenarla de champagne para una fiesta aunque tengamos medios para hacerlo. Podemos regalar nuestra bicicleta si no la usamos, pero no podremos moralmente saltarle encima porque ese día estábamos rabiosos hasta romperla. Podemos disponer de nuestro cuarto en nuestro hogar, pero no podremos moralmente escribir las paredes ni subirnos a la cama con las zapatillas sucias hasta destruir la colcha y la pintura. Esto es lo que nos quiere decir la Iglesia cuando nos enseña que el derecho a la propiedad privada no es absoluto. Detrás del buen o mal uso que damos a nuestros bienes hay una connotación moral.
Este concepto es mucho más grave cuando atañe al sustento porque tocan al alimento y hay millones de personas en el mundo que carecen de lo necesario para vivir. Si bien puedo ser dueño de una plantación de manzanas, moralmente no puedo tirarla a los chanchos para que suba el precio. Puedo ser dueño de un tambo y defender legítimamente el valor de mi producción de leche, pero moralmente no puedo tirarla para que suba el precio. Podremos poseer un campo y venderlo por distintas circunstancias (dificultades económicas, deudas, problemas familiares, etc) que nos obliguen a hacerlo. Pero si lo hacemos solamente para tener la plata puesta a interés y vivir de rentas o especulando tenemos que saber que habremos rematado nuestra cultura, nuestras raíces, nuestras tradiciones, el esfuerzo de tal vez varias generaciones de nuestros antepasados, a quienes pertenecieron las tierras. Aquí tocaríamos además las virtudes de la responsabilidad, de la gratitud, y de la piedad, que nos manda venerar lo que hicieron nuestros mayores.
El Estado, (como ente regulador), debiera velar para que estos desórdenes en el ámbito social no ocurran y que la gente no se vea en situaciones desesperadas hasta tener que desprenderse de lo propio por impuestos distorsivos. Corresponde al Estado el generar precios que justifiquen a los profesionales desarrollar dignamente y sin coacciones morales sus profesiones, a los agricultores levantar sus cosechas, a los trabajadores hacer valer su trabajo, a los empleados sus sueldos, etc.
“La liberalidad se diferencia de la misericordia y de la beneficencia por el motivo que las impulsa: a la misericordia la mueve la compasión, el amor, y a la liberalidad el poco aprecio que se hace del dinero, lo que lo mueve a darlo fácilmente no sólo a los amigos, sino también a los desconocidos. Se distingue también de la magnificencia en que ésta se refiere a grandes y cuantiosos gas tos invertidos en obras espléndidas, mientras que la liberalidad se refiere a cantidades más modestas.
Su nombre de liberalidad le viene del hecho de que, desprendiéndose del dinero y de las cosas exteriores, el hombre se libera de esos impedimentos, que embargarían su atención y sus cuidados. El vulgo, (o sea el común de la gente), suele calificar a estas personas de desprendidas y dadivosas.” (3)
Tampoco será liberal quien descuide de su propio sostenimiento y el de los suyos. Los bienes generan estabilidad y seguridad a una familia, ayudándola a campear los momentos difíciles que puedan sobrevenirle y, mientras este concepto esté ordenado, es bueno tratar de adquirirlos. Así como la propia naturaleza “ahorra”, (el agua ahorra el calor del día, las plantas en zonas áridas el agua etc, cuando le “sobran” ), para lograr ella también estabilidad, es la principal responsabilidad de las cabezas de familia, (dentro de las posibilidades de cada uno), el tratar de generar ahorros para la seguridad y protección de los suyos y el no ser el día de mañana una carga para los demás. De ahí que el liberal no despreciará sus bienes personales, porque con ellos podrá no sólo sostener a los suyos, sino también auxiliar a los demás. Tampoco los repartirá a cualquiera y de manera indiscriminada. Si no que los dará según el buen criterio de la razón a quien mejor lo merezca o los necesite.
Entre las virtudes, la liberalidad es una de las que más nos hace ser amados, porque ayudamos al bienestar del prójimo y somos útiles para quienes nos rodean. Generalmente el dar, si damos bien, lo acompaña el amor, la comprensión, la comunicación con el prójimo. Poder dar genera sumo placer, pero hay que discernir lo que es bueno para el otro de lo que no lo es. Se trata de pensar en hacer el bien al otro y no de lucirnos nosotros con nuestras posibilidades.
“Todas las acciones que la virtud inspira son bellas y todas ellas están hechas en vista del Bien y de la Belleza. Así el hombre liberal y generoso dará porque es bello dar; y dará convenientemente, es decir, a los que debe dar, lo que se debe dar, cuando debe dar, y con todas las demás condiciones que constituyen una donación bien hecha. Añádase a esto que hará sus donativos con gusto o, por lo menos, sin sentirlo, porque todo acto que es conforme con la virtud es agradable o, por lo menos, está exento de dolor y no puede ser nunca verdaderamente penoso.
Cuando se da a quien no debe darse, o cuando no se da siendo bueno dar, y se hace un donativo por cualquier otro modo, no es uno realmente liberal, y debe dársele otro nombre, cualquiera sea. El que da con tristeza no es tampoco liberal, porque prefiere el dinero a obrar el bien, y esto no es lo que debe sentir un hombre verdaderamente liberal.” (4)
No será liberal quien reparta sus bienes sin ton ni son, porque a veces no es bueno ayudar cuando las causas no son buenas. Gastar fortunas en artículos de lujo de uno de los cónyuges, caprichos totalmente superfluos como son todos los últimos modelos de todo lo que aparece diariamente, en malas lecturas, revistas o espectáculos ajenos a la moral cristiana no es liberalidad sino derroche anticristiano.
Recordemos que la virtud siempre tiende al bien de la persona, y malgastar en caprichos no lo es.
Regalarle a un nieto de 15 años una moto, (tal vez hasta en contra de la voluntad de los padres), simplemente porque podemos hacerlo no es liberalidad. Es no sólo una imprudencia, sino un atropello a la autoridad paterna, y el regalo, además de erosionar la autoridad de los padres ante los hijos,(por los mismos abuelos), seguramente le traerá mas problemas que satisfacciones
por los riesgos que conlleva.
Los dos pecados que se oponen a la virtud de la liberalidad son: la avaricia (por defecto) y prodigalidad (por exceso).
La avaricia es un pecado capital y tiene dos aspectos: el personal y el social.
En el plano personal, es pecado capital no por su maldad intrínseca sino porque genera otros pecados como la falta de justicia, de misericordia, de caridad y de espíritu de fe. “Avaro es aquel que teniendo el corazón apegado a las riquezas, está abocado a su búsqueda y acumulación, en la idea de acrecentarlas incesantemente.”
“Se distingue del “interesado” que no hace nada gratuitamente; de los “parsimoniosos” , que está siempre ahorrando; del “tacaño”, que trata de gastar lo menos posible. Lo propio del avaro es preocuparse tan sólo por poseer en una medida cada vez mayor. (5)
Si bien es legítimo que el hombre busque una posición económica y bienes, el avaro tiene un afán desmesurado de acumular riquezas tan sólo para poseerlas, no para ordenarlas a su legítimo bien. “Ha dicho Gustave Thibon que por lo general los ricos, (entendiendo por ricos a todos los que tienen superioridad social, capacidad de decisión política, altos cargos, celebridad), son buscados, rodeados, adulados, sea por interés, temor o vanidad. “Poderoso caballero es Don Dinero”. Pero la verdad es que alrededor de ellos se congrega una selección al revés. “El pobre humillado ve la verdad de quien le humilla. Pero el rico adulado difícilmente discierne la mentira de quien le adula”. (6)
El exceso de acumular también es una forma de avaricia, ya que debemos tener un ansia medida de las cosas. Hay distintos grados dentro de la avaricia. Desde la simple tacañería hasta la idolatría del dinero. De ahí que la avaricia sea un pecado espiritual. “León Bloy dice que el dinero es un misterio, que hay algo de misterioso en el poder ejercido por el dinero”(7). A decir verdad el misterio es que el hombre busca en el afán desmedido de poseer dinero el poder que genera o matar el ansia insatisfecha de felicidad que está impresa en el corazón humano. Dios la puso expresamente en el corazón del hombre para que no cejáramos de buscarlo aunque viviésemos rodeados de dinero.
En el plano social el espíritu anticatólico de la Reforma protestante, dio nacimiento a un hombre que puso el enriquecerse como un importante objetivo, (ya que esto era una señal de predestinación). Para Lutero y Calvino los ricos eran los predestinados y favorecidos por Dios para salvarse. Lutero incitó a los hombres que se enriquecieran pero sacándoles la responsabilidad moral que implica el tener riquezas por la responsabilidad de su función social. A través de los siglos este espíritu dio lugar a la proliferación de los “bancos” en sustitución de las catedrales como el corazón de las ciudades.
Las riquezas auténticas y sanas para el hombre siempre serán los frutos del trabajo de la tierra, de la industria y del hombre desarrollando sus potencialidades. No del fruto del trabajo del mismo dinero. El dinero, por su propia naturaleza, es infecundo, no puede tener cría. No obstante la Iglesia, que siempre ha condenado todo préstamo a interés y la usura, ahora lo tolera, no porque haya olvidado su doctrina, sino porque permite a sus hijos, (en virtud de la falta de firmeza de los tiempos nuevos), y la enorme inestabilidad reinante, una defensa más a la sana productividad.
En épocas más cristianas, los hombres se batían y morían en guerras religiosas, (como las Cruzadas). Más tarde serían políticas, y morirían en defensa del cambio de ideas. Hoy los hombres van a morir y son mandados a pelear en defensa de los intereses de los grupos económicos que manejan el dinero mundial... Esto demuestra la importancia que quienes gobiernan a nuestra sociedad le conceden al dinero y la decadencia de los valores. No hay otra manera de salir de este círculo satánico que volver a poner al dinero en su lugar, como mero instrumento de intercambio.
El otro vicio en contra de la liberalidad (esta vez por exceso) es la prodigalidad. Cristo calificó de “pródigo” al hijo menor de la parábola, que mal gastó los bienes heredados. “Aristóteles enseña que lo propio del pródigo es la tendencia a disipar sus bienes. Pródigo es, dice más expresamente, “el que se arruina por su gusto”. Porque la disipación insensata de los propios bienes es una especie de autodestrucción, ya que uno sólo puede vivir cuando tiene algo. Comentando este texto, dice Santo Tomás, que la palabra pródigo tiene que ver con “perdido”, en cuanto que el hombre, al disipar las propias riquezas, con las que debe vivir, pareciera estar destruyendo su ser, que justamente se conserva por dichas riquezas”.(8)
Los pródigos, generalmente, en su desorden, dan a quienes no debieran lo cual también es un desperdicio.
En realidad lo que el dinero da, (especialmente en grandes cantidades), es simplemente poder, y nos hace sentirnos como “dioses”, que es en realidad lo que quería Satán, el poder de ser como Dios para ser el autor de la ley y no tener que someterse. No se explica de otra manera que los humanos queramos acumular o robar cantidades de dinero desproporcionadas, (saqueando países enteros con negociados), imposibles de gastar en generaciones enteras, o generar negocios gigantescos declarando guerras sólo para vender armamentos y reconstruir, más tarde, las ciudades arrasadas por ellas. Tampoco se explica, ni aún en el ámbito natural solamente, el llevar a la muerte y a la mutilación de por vida y al sufrimiento a millones de personas solamente para robar los bienes naturales de otros países (como el petróleo, el gas, minerales o las reservas de agua.). Hay una guerra satánica y un espíritu diabólico detrás de esto.
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