CUENTOS PARA NIÑOS


Dios ama al que da con alegría

El corazón de doña Etelvina era muy generoso. A pesar de ser pobre, la buena mujer siempre ayudaba a todos los necesitados que fueran a pedirle una limosna, en nombre de Dios. Su esposo, don Antonio, era un honrado transportista, muy trabajador, pero su modesto salario sólo era lo que recibía por los fletes que hacía a los habitantes de la pequeña localidad de San Pedro del Este. Lo que ganaba era lo suficiente para sustentar a su esposa y a su hijita, Margarita. No obstante, apoyaba los pródigos gestos de su mujer. ¡Y nunca faltaba nada en aquel humilde hogar! Todo esto era debido a la piedad de este matrimonio que, sin dejar de confiar en la Providencia Divina, era dadivoso para con los que necesitaban aún más que ellos. Jamás dejaron de frecuentar los Sacramentos, pues sabían que eran junto con la oración su sustento y su fuerza.
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Llena de apego, no permitió que tocasen su nuevo juguete, y regresó a su casa con mucha arrogancia
Sin embargo, el tiempo iba pasando y la pequeña Margarita iba creciendo. A pesar del buen ejemplo de sus padres, la niña había salido caprichosa, vanidosa y muy egoísta.
Cuando salía a jugar con las amiguitas del vecindario, todo era suyo, invariablemente era la que debía ganar en todos los juegos y tenía que ser el centro de las atenciones. No imitaba en nada la humildad y la generosidad de sus padres.
Cuando cumplió siete años, su madrina, señora acomodada, le regaló una linda muñeca, con los ojos de vidrio y un vestido de princesa. La niña se quedó encantada. Enseguida fue a enseñársela a sus compañeras.
Pero en vez de dejar que cada una la cogiera en sus manos, la acariciase y la meciese, no permitió —llena de apego— que tocasen su nue vo juguete, y regresó a su casa con mucha arrogancia.
Su madre estaba muy preocupada por su hija, pues veía que estaba andando por un camino peligroso y sería, de continuar así, una persona muy infeliz y perdería la amistad de Dios. Por eso, le pedía mucho a la Santísima Virgen por ella. Y siempre le daba buenos consejos:
— Hijita, debemos pensar que igual que Jesús es generoso con nosotros, debemos serlo con los demás.
Si te han regalado esta linda muñeca es para que puedas jugar junto con tus amigas. No tenemos nada que no haya venido de la bondad de Dios. ¡No seas egoísta!
La niña escuchaba con atención, pero enseguida se olvidaba de los buenos consejos de su madre…
Poco después empezaron las clases de preparación para la Primera Comunión. Margarita oía con interés a la catequista que les contaba los milagros de Jesús, que había curado a enfermos, ayudado a los más necesitados y cómo era generoso para con todos. Su pequeño corazón fue siendo tocado por la gracia y comenzó a hacer un examen de conciencia por sus actitudes egoístas y caprichosas…
La víspera del gran día, antes incluso de la primera confesión, los niños de la catequesis tuvieron una Misa preparatoria para la misma. Y en una de las lecturas la niña oyó: “Que cada uno dé conforme a lo que ha resuelto en su corazón, no de mala gana o por la fuerza, porque Dios ama al que da con alegría” (2 Co 9, 7). Aquellas palabras penetraron como un rayo de fuego en su corazón. Quería ser también amada por Dios… Quería sentir la alegría de dar.
Cuando acabó la Santa Misa, en la puerta de la iglesia, Margarita se encontró con un mendigo. La aldea era pequeña y todos se conocían, pero aquel infeliz andrajoso le era completamente desconocido. El hombre pedía una limosna, por amor a Dios.
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Te prometo que, en el día del Juicio, en presencia de los ángeles y de los hombres, enseñaré esta pequeña cruz para que tu gloria sea eterna
Ante tal súplica, Margarita se sintió tocada, pues aún resonaban en su alma las palabras que acababa de oir: “Dios ama al que da con alegría”…
Siempre llevaba colgada del cuello una cadenita con una pequeña cruz de plata, regalo de su madrina en el día de su bautizo. Era la cosa por la que más aprecio profesaba.
Sin titubear y sintiendo por primera vez la alegría de dar, la niña se quitó el estimado objeto y se lo dio al pobre hombre. Él la miró con extremo afecto y gratitud y le dijo:
— ¡Que Dios te lo pague y recompense! Asumida por una extraña felicidad, la niña regresó a casa corriendo y le contó el hecho a su madre que, entre lágrimas, abrazaba a su hija y le decía:
— Quiero que sepas que ésta ha sido la mejor preparación que podrías haber hecho para recibir a Jesús, en el Santísimo Sacramento.
Aquella noche Margarita tuvo un sueño. Se le aparecía Jesús con su crucecita de plata en las manos, adornada con las piedras preciosas más bellas.
Y sonriendo le preguntaba:
— ¿Conoces este objeto? Le respondió que sí, pero que antes no se veía tan lindo como ahora…
Jesús le dijo entonces:
— Ayer se la diste a un mendigo desconocido, y la virtud de la caridad la hizo más hermosa. Ese mendigo era Yo. Te prometo que, en el día del Juicio, en presencia de los ángeles y de los hombres, enseñaré esta pequeña cruz para que tu gloria sea eterna.
A la mañana siguiente, la niña se acercó al confesionario, enteramente transformada. Después de haber limpiado su alma de sus caprichos y egoísmos, pudo recibir a Jesús en la Eucaristía, con el alma consolada y comprendiendo como es verdad que “Dios ama al que da con alegría”.
Y a ejemplo de sus buenos padres, llevó una vida santa, siendo generosa para con todos, especialmente para con Nuestro Señor Jesucristo, dejándose llevar por la gracia y por sus designios, confiada en la promesa que Él le había hecho en aquel sueño inolvidable. 


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Un regalo para el Niño Jesús
Aquella pintoresca aldea alemana parecía que estaba hecha de mazapán.
Era el mes de diciembre. Los tejados de las casas estaban cubiertos por un manto blanquísimo que brillaba con la tenue luz del sol de invierno, como si jugara al escondite con las nubes. De noche, las bolitas coloridas de los árboles navideños, el denso humo de las chimeneas y el aroma de los panes de miel creaban un ambiente de ensueño. Una atmósfera jubilosa se apoderaba de los corazones y los niños se dedicaban a confeccionar, con sus propias manos, los regalos que le darían al Niño Jesús en la iglesia parroquial, después de la Misa del Gallo.
1.jpg2366Rudolf era el hijo mayor de una numerosa familia. Ayudaba a su madre en el cultivo de legumbres y era muy mañoso con las cosas del campo.
En aquel momento se encontraba serruchando, con decisión y energía, un gran tronco de madera que había cogido en el bosque.
Poco a poco iban llegando sus hermanos para echarle una mano. Entre todos decidieron obsequiarle al divino Infante con una nueva cunita, pues la del Pesebre de la parroquia era tosca y ya estaba muy desgastada. Serraron, lijaron, clavaron puntas, pulieron y la adornaron con pajas y ramas de pino.
El mueblecillo quedó listo y muy lindo, elaborado con mucho amor.
Horas más tarde llegó su madre, doña Gertrudis. Tras la muerte de su marido se había vuelto una mujer amargada. Pero lo peor había sido la súbita pérdida de la Fe. Como la familia era pobre, con cuatro niños aún pequeños, para mantenerlos tenía que trabajar de lavandera y limpiadora en otras casas. Y en vez de pedir el auxilio del Cielo, confiando en el Buen Dios, que a nadie desampara, se rebelaba ante su situación. Cuando vio la cunita y adivinó su destino, se llenó de cólera y la tiró a la hoguera diciendo:
— Ya os he dicho que este año no habrá Navidad. ¿Qué vamos a celebrar?
Si el Niño Jesús existiese nos estaría ayudando... Además, no tenemos dinero para la leña y estos trozos de madera nos han venido muy bien, porque hace frío y necesitamos alimentar el fuego.
Con cara de pocos amigos se fue a la cocina para preparar la comida.
Los niños se echaron a llorar.
Franz decía bajito, entre sollozos:
— Rudolf, quiere decir que... ¿no podremos ofrecerle ningún presente al Niño Jesús?
— ¡Ánimo! Ya se nos ocurrirá alguna cosa...
Helga, la benjamina replicó:
— Le podemos hacer una bonita ropita.
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Aquella pintoresca aldea alemana parecía que estaba hecha de mazapán.
Se pusieron a buscar algunos retales en la caja de costura de su madre, pero no encontraron tejido suficiente y, además, no tenían manos hábiles para confeccionar nada...
Anette tuvo la idea de preparar galletas y panes de miel, pero la falta de ingredientes y de dotes culinarios les quitó la alegría. A Ralf se le ocurrió componer una música. Cogió su flautita y empezó a tocar, pero la desafinación fue estrepitosa...
Atraída por la algazara, doña Gertrudis se dirigió al salón y les dijo:
— ¡Queréis dejar de alborotar!
Que van a venir los vecinos para ver qué es lo que está pasando.
Helga con voz trémula le respondió:
— Pero mamá, ¡nuestra familia será la única que no va a celebrar la Navidad…!
— ¡Eso me importa poco! Si ese Jesús del que habláis fuese de verdad Dios, ya habría mejorado nuestra mísera condición.
Todos se quedaron muy tristes y acongojados. Cuando se fue su madre, Franz les dijo a sus hermanos:
— Vamos a rezar y pedirle a la Santísima Virgen que nos ayude a conseguir un regalo para su divino Hijo.
— Y para ablandar el duro corazón de mamá…, añadió Anette.
Se arrodillaron todos y se pusieron a rezar con mucha devoción y piedad.
Días después Rudolf fue a una aldea vecina para vender los productos de su huerta. Cuando acabó el trabajo, una mujer que había observado su responsabilidad y empeño le dio una hermosa rosa de su invernadero, para complacerle.
La fisonomía del muchacho se iluminó. ¡Ahí estaba el regalo para el Niño Jesús! Una flor tan bella como ésa, en pleno invierno, era una rareza. Regresó apresuradamente a su casa para mostrarles a sus hermanos que Nuestra Señora había escuchado sus oraciones.
Tomaron la precaución de esconder muy bien la flor en una cajita para que su madre no la destruyera.
Cuando llegó la Nochebuena, doña Gertrudis decretó que todos tenían que irse a la cama antes de las diez. Los demás hogares de la aldea, incluso los más humildes, estaban engalanados, alegres y repletos de manjares. Los campesinos se pusieron sus mejores ropas para participar en la Misa del Gallo.
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¡Queréis dejar de alborotar! Que van a venir los vecinos
para ver qué es lo que está pasando.
Únicamente la casa de doña Gertrudis permanecía triste y apagada...
Sin embargo, cerca de la media noche, los niños se vistieron a escondidas y salieron por la ventana para ir a la iglesia. Con mucho cuidado llevaban la caja que contenía el precioso obsequio.
Cuando llegaron al templo, la abrieron para darle una miradita y... ¡horrible sorpresa! La rosa se había marchitado completamente. ¿Y ahora qué? Sin saber cómo solucionarlo, decidieron entregarla así mismo, seguros de que el Niño Jesús conocía la intención de sus corazones.
Después de la Misa, al son del Noche de Paz , los niños se dirigían en fila hasta el Pesebre llevando sus regalos: vestiditos de terciopelo, incienso, perfumes, todo tipo de mazapanes y chocolates, cestas de frutos secos adornadas con primor... También los hijos de doña Gertrudis se acercaron y cuando Rudolf abrió la cajita… ¡oh prodigio! No sólo había una, sino cinco bellísimas rosas de colores variados, agrupadas en un bonito ramo con una delicada cinta de seda.
En ese mismo instante entraba en la iglesia su madre. Al sentirse rodeada por un ambiente cargado de bendiciones y contemplar la Fe inocente de los niños, la pobre señora irrumpió en llanto. Con lágrimas en los ojos, se arrodilló ante el Pesebre , le pidió perdón a Dios por sus faltas y delante de todos le ofreció al Divino Infante su corazón contrito y humillado.
El pueblo amaba a esta mujer tan sufrida, a pesar de todos sus malhumores y sus rudezas. Se condolía por la desdichada vida que llevaba y tenía pena de los sufrimientos de sus hijos. Por eso, al verla milagrosamente arrepentida, la iglesia entera estalló en un maravilloso cántico de acción de gracias.
A partir de esa noche, todo comenzó a mejorar en aquella familia. Rudolf encontró un excelente empleo, cerca de casa. Ralf, Franz, Anette y Helga crecían dando alegrías a la buena Gertrudis, quien se convirtió en una extremosa madre y solícita vecina, además de una de las más piadosas feligresas de la aldea. 


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El segundo pedido
Fray Martín, sacristán de un convento franciscano, de Italia, cumplía con sus funciones a la perfección. Se esmeraba por dejar blanquísimos y bien almidonados los manteles del altar. No se veía nunca restos de cera o polvo en el presbiterio, y los cálices y copones siempre estaban relucientes.
“La limpieza es el lujo del pobre”, se decía a sí mismo, mientras trabajaba con redoblado empeño, al tratarse del culto al Señor. En la vida de voluntaria pobreza, abrazada por amor a Él, quería servirle de la manera más excelente posible, pues además del sentido del deber brillaba en el alma de fray Martín una profunda devoción a Jesús Eucaristía.
Cuando este sacristán terminaba sus quehaceres, se dirigía invariablemente ante el sagrario y allí permanecía rezando, en íntimos coloquios con el Señor. Como todos los jueves había en el convento adoración solemne al Santísimo Sacramento, siempre conseguía organizar el servicio con el fin de pasar un largo rato arrodillado a los pies de la Custodia.
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Como buen religioso, fray Martín obedeció con prontitud y alegría.
Se acercaba por aquellos días la fiesta del patrón del convento. Fray Martín era el encargado de decorar la iglesia y de preparar los vasos sagrados y demás elementos litúrgicos para la Misa solemne. Siempre activo y dedicado, había conseguido flores para adornar el altar, cosa nada fácil para aquella época del año.
La noche anterior lo había dejado todo listo para la celebración. Quería tener en ese día el menor número posible de ocupaciones, pues así podría asistir a la Santa Misa con más recogimiento y recibir con más fervor a Jesús en su alma. Pero cuál no fue su sorpresa cuando el padre prior le asignó la función de limosnero aquella misma jornada festiva. Había que conseguir sin tardanza un refuerzo de víveres, pues la casa estaba repleta: además de los frailes llegados de otros conventos, estaba un grupo de peregrinos pobres. Y la despensa estaba casi vacía… Corrían el riesgo de servirles a los visitantes un frugal almuerzo y despedirles sin cenar.
Como buen religioso, fray Martín obedeció con prontitud y alegría. Tan sólo le pedía a Jesús Sacramentado la gracia de regresar temprano para poder asistir a la Misa vespertina y recibirlo en su corazón.
Iba acompañado por fray Salomón. Llamaron de puerta en puerta durante varias horas, pero parecía que las almas caritativas habían desaparecido de la región. Únicamente consiguieron algunos panes duros, ni siquiera las legumbres necesarias para hacer una humilde sopa…
La tarde estaba cayendo y entraron en una capillita cerca de donde estaban. Le pidieron con mucha confianza a la Virgen María que les ayudase a obtener no sólo los alimentos indispensables para la comunidad, sino también poder volver a tiempo para oír Misa y recibir el Cuerpo de Cristo.
Poco después de haber retomado su tarea, se encontraron con un campesino que conducía un pequeño carromato. Tras saludarles respetuosamente y pedirles la bendición les preguntó:
— Mis buenos frailes, parecen preocupados… ¿Necesitan ayuda?
Fray Martín le explicó la dificultad por la que estaban pasando. Enseguida el campesino les dio la solución:
— Fíjense lo buena que es la Santísima Virgen al hacerme pasar por este desvío, precisamente ahora.
Aquí tienen un saco de patatas, zanahorias, rábanos y tomates. Y en este otro hay un par de jamones bien grandes. Ahora entiendo por qué no conseguí venderlo todo en el mercado… Nuestra Señora ha decidido reservar todo esto para el convento. Pues nada; se lo pueden llevar todo, que lo doy con mucho gusto.
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Fray Martín le explicó la dificultad por la que estaban pasando y el campesino les dio la solución.
Los dos religiosos le agradecieron al campesino de todo corazón su generosidad y le prometieron oraciones por él y su familia; y emprendieron contentos el camino de vuelta. Con todo, la distancia hasta el convento era larga y llegaron casi al final de la tarde. Entregaron las provisiones al hermano cocinero, se limpiaron el polvo y apresuradamente se fueron hacia la iglesia, donde aún resonaban las melodías eucarísticas.
Sin embargo, la Misa había terminado…
No tuvieron ni siquiera el consuelo de recibir la Comunión. Si la Virgen María había atendido tan generosamente el primer pedido, ¿por qué no quiso hacer lo mismo con el segundo?
Consternados, se pusieron de rodillas ante el sagrario y le hicieron a Jesús un amoroso lamento:
— Señor, ¿por qué nos has abandonado? ¡Cómo queríamos haber participado en esta Misa! No obstante, por amor a la obediencia, hemos sido privados de recibirte en la Eucaristía.
Poco a poco, la iglesia se iba vaciando, pero los dos religiosos allí permanecían aún en oración. De pronto, vieron que surgía en el presbiterio un varón alto, lleno de nobleza y con una fisonomía reluciente.
— La Reina del Cielo ha oído complacida vuestras súplicas, les dijo, y me ha enviado para atenderlas.
Arrodillaos en el comulgatorio y preparad vuestros corazones para recibir dignamente a su divino Hijo.
El Ángel de luz abrió el tabernáculo, cogió el copón y les administró la Sagrada Comunión. Después hizo un breve acto de Adoración al Santísimo Sacramento, lo repuso en su lugar y desapareció.
Lágrimas de consolación corrían por las mejillas de los frailes Martín y Salomón. Después de una larga acción de gracias, la más bendecida de sus vidas, fueron a contarle al padre prior lo ocurrido. Éste mandó que tocaran la campana para reunir a los demás religiosos y dirigirse todos a la capilla del Santísimo, para dar gracias a Dios por tan insigne gracia. Y allí vieron —¡Oh maravilla!— que el Ángel había dejado una marca de su paso: en bellísimas letras doradas, las iniciales de Jesús y de María. 


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El tamborilero
Hace más de dos mil años, en los inmensos y lejanos arenales de Arabia, donde las montañas no tienen nombre, pues el viento las hace y deshace con su fuerza mutable y dominadora, vivía un niño muy pobre, huérfano de madre desde muy pequeño. Su padre era el guardián de un oasis que estaba algo apartado de las rutas más transitadas, pero conocido por los viajantes por su abundante y cristalina agua.
En varias ocasiones el celoso padre había pensado aliviar la soledad de su hijo regalándole un juguete. Aunque nunca tuvo el valor de preguntarle el precio a ninguno de los mercaderes que por allí pasaban, porque seguramente sería mayor de lo que podría pagar con las pocas monedas que poseía.
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¿No habrá abrigo en tu casa para una caravana que llega fatigada
de una larga jornada?
Entonces decidió fabricarle a su hijo un sencillo tambor. Cogió un viejo barrilito, le quitó las tapaderas, lo barnizó con aceite de palma y extendió cuidadosamente sobre sus extremos dos pieles de cabra, fuertemente estiradas con tendones de carnero.
La preparación del instrumento le costó semanas de trabajo. Tuvo que rehacerlo varias veces, hasta que quedó bien. Pero el esfuerzo mereció la pena: el niño recibió el tamborcito con esa capacidad de alma que tienen los inocentes de contentarse con un único regalo, ¡que vale más que recibir mil otros! Lo tocaba constantemente, acompañándose de canciones que él mismo componía, ¡y qué bonitas eran!
Tan hermosas que en todo el desierto, desde el mar hasta los montes, era conocido como el “tamborilero”.
En una fría noche de invierno, la monótona rutina de aquellos lugares fue rota por un fenómeno sorprendente: en el cielo apareció, en el oriente, una estrella que brillaba más que todas las otras y parecía que se movía lentamente en dirección hacia occidente. Era tan luminosa que permanecía visible día y noche, acercándose a ellos cada vez más.
Ante tan extraordinario prodigio, el padre llegó a sentir temor, pero su hijo lo tranquilizó enseguida: aquel astro era demasiado bello para que fuera un mal presagio. Más bien parecía anunciar lo contrario, un acontecimiento grandioso y feliz.
Días después, cuando la estrella se encontraba más próxima, el niño divisó en el horizonte una larga hilera de hombres y cabalgaduras. No se trataba de una caravana común. El número de bestias de carga era incontable.
¡Transportaban magníficos fardos! E incluso el menor de los siervos que allí estaba, vestía y se comportaba con la dignidad de un hidalgo.
Al final de la extensa cabalgata, sentados encima de robustos dromedarios, venían tres nobles señores, vestidos con coloridos trajes y turbantes de seda. Uno de ellos era un anciano de larga barba, el otro un hombre maduro de ojos vivaces y rubios cabellos y el tercero un vigoroso árabe de piel oscura.
Se diría que los tres eran reyes.
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El rostro del Niño Jesús se iluminó con una bella sonrisa, agradado con la candidez de esa alma inocente
El niño salió corriendo a coger su tambor, empezó a tocarlo y se puso a cantar en honor de aquellos admirables viajeros. Cuando terminó, el venerable anciano de la larga barba se inclinó en dirección al muchacho y le dijo complacido:
— Mi buen chico, ¡qué hermosa es tu música! ¿No habrá abrigo en tu casa para una caravana que llega fatigada de una larga jornada?
Con una profunda reverencia le respondió:
— ¡Sí, señor! Mi padre es el guardián de este pozo, y siempre da posada a los hombres de bien.
Padre e hijo se aplicaron en recibir a aquellos señores con la más esmerada hospitalidad posible. Les sirvieron los dátiles más buenos que tenían y leche de cabra recién ordeñada. Dieron de beber a los camellos, llenaron los odres de agua y los hospedaron lo mejor que pudieron en la cabaña de paredes de barro y techo de hojas de palmera que habían construido a manera de posada.
Por la noche, cuando ya todos se habían recogido, el niño se acercó con curiosidad al anciano que tan bondadosamente lo había tratado y le preguntó con sencillez:
— Señor, perdóneme mi atrevimiento, pero ¿a qué se debe la presencia de tan ilustres personas en estos desérticos parajes?
El buen hombre sonrió y le explicó que venían desde muy lejos. Allí, en sus distantes tierras, supieron mediante sueños que una estrella habría de conducirlos hasta el lugar donde nacería el Mesías, el enviado de Dios, anunciado por los profetas.
Cuando vieron aparecer aquel astro desconocido, cogieron oro, incienso y mirra y se pusieron en camino.
Hacía meses que la venían siguiendo y una especial alegría del corazón les decía que estaban cerca de su destino.
El “tamborilero” no había oído hablar nunca tales cosas. Él, que no era ningún sabio como los ilustres viajeros, se emocionó al oír hablar del Mesías, del “anunciado por los profetas”. Sintió un irresistible deseo de ir a conocerle.
Al día siguiente, se despertó bien temprano. Se despidió de su anciano padre y se unió a la caravana. Había estado buscando con ahínco en el oasis un regalo que le pudiera llevar al Mesías, pero no encontró nada digno de Él. Y pensó: “Iré con mi tambor, y cuando esté delante suyo le diré: Señor, soy pobre y no tengo nada para ofreceros. Pero dicen que mi música es bonita y trae alegría. He venido a tocar para Vos la más linda de mis canciones”.
Días después, tras haber contorneado el Mar Muerto y remontado las escarpadas laderas que conducen hasta Judea, la caravana hacía su entrada en Belén de Judá. Bien en lo alto de una humilde casa, la estrella se había detenido y los tres nobles señores entraron allí.
Como si estuviera esperándoles, se encontraba un resplandeciente Niño sentado majestuosamente, como en un trono, en el regazo de una hermosa mujer. Enseguida comprendieron que aquel era el Mesías anunciado por los profetas. Se postraron, lo adoraron y le ofrecieron los valiosos regalos que habían traído: oro, incienso y mirra.
Pero he aquí que, de repente, se oye el redoble de un tamborcillo y una armoniosa voz infantil que interrumpe la solemnidad de la escena.
Era el “tamborilero” que tocaba para el Salvador la más bonita de sus canciones. Al oírlo, el rostro del Niño Jesús se iluminó con una bella sonrisa, agradado con la candidez de esa alma inocente. Quizá haya sido, antes incluso que San Juan Bautista, el primer amigo del Niño Jesús. 


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Salvado por un amigo invisible
Matilde era una joven señora, conocida en toda la aldea por su caridad. En su casa los más necesitados encontraban un plato de comida y la ropa lavada y remendada con cariño. Además de eso, la buena mujer procuraba enseñarles algún oficio para ayudarles a salir de la miseria.
Su hijo Mateo aún no había cumplido los cuatro años. Matilde lo educaba con ternura y desvelo incomparables.
Desde bien temprano, le había enseñado a encomendarse siempre al Ángel de la Guarda antes de salir de casa. Y el niño, piadoso y obediente, adoptó por costumbre hacerlo incluso cuando salía al jardín para jugar con su gato Mimoso. Le gustaba repetir de memoria, con las manitas sobre el pecho, la oración que de su madre había aprendido: “Ángel de mi Guarda, dulce compañía, eres mi guardia y mi vigía.
Santo ángel mío, mi gran amigo, dile al Señor que quiero ser bueno y que siempre esté conmigo. Guíame por el buen camino, con todos mis seres queridos. Amén”.
Una soleada mañana de invierno, Matilde tuvo que ausentarse de casa para atender a una enferma. Mateo salió a jugar al aire libre con su gatito y, antes de eso, se encomendó a su guardián celestial.
Cuando más entretenido estaba en sus juegos, una mujer, de cabellos rubios y sonriente fisonomía, lo llamó desde el muro. Mimoso sintió antipatía por ella: en actitud amenazante, arqueó el lomo erizándosele el pelo y emitió un bufido enseñando los dientes. Pero Mateo lo aquietó, pues ¿su madre no era siempre bondadosa con todos los que se acercaban a ella? ¿No le había enseñado a ser amable con los desconocidos?
Aprovechándose de la buena acogida, la inesperada visitante en seguida comenzó una conversación. Elogió la belleza de las plantas del jardín, lo bien conservado que estaban los muros y las ventanas y, adivinando inmediatamente el punto débil de Mateo, alabó cuanto pudo a la dueña de la casa, afirmando que sería ciertamente una señora afectuosa y diligente.
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Cuando más entretenido estaba Mateo en sus juegos, una mujer, de cabellos rubios y sonriente fisonomía, lo llamó desde el muro
Una vez que lo había embaucado, la mujer le pidió que le abriera la puerta y el chiquillo accedió sin desconfianza alguna. Dentro ya del patio, esa arpía se esforzó por hacer más atrayente la charla. Le preguntó cómo se llamaba su madre y si no la echaba de menos.
— ¡Sí! —respondió rápidamente.
Mi madre sale pocas veces de casa sin mí… Cuando lo hace, me siento muy solito.
La desconocida, aparentando que se había emocionado con esas palabras, besó al niño con fingido cariño y se ofreció a llevarlo hasta “donde estaba su madre”. Mateo dio un salto de alegría, extendió su manita y se dispuso a acompañarla.
La buena María, auxiliar de Matilde, que se encontraba en la cocina, ni siquiera llegó a ver esa escena. Se afanaba en ese momento por preparar una de sus deliciosas empanadas de espinacas y zanahorias que tanta fama le habían dado…, pero que tanto trabajo le causaban.
Aún estaba en plena faena cuando Matilde regresó y llamó a su hijo:
— ¡Hijo mío! ¡Cariño!
Mamá ya ha vuelto. Nadie respondía…
Matilde insistía, pero el silencio continuaba. En la casa solamente se oía a María trasteando en la cocina y los extraños gruñidos de Mimoso, nervioso por alguna razón desconocida.
La cocinera percibió que algo raro estaba pasando y sintió una corazonada que la dejó helada. ¿No había visto pasar dos veces por delante de la ventana a una mujer rubia con una inusual sonrisa? ¿Qué hacía rondando la casa? ¿No tendría algo que ver con la desaparición del niño?
* * *
Días después, en una ciudad no muy distante de aquella aldea, apareció un niño sucio, andrajoso, cansado y con hambre. Se sentó en la plaza de la iglesia, debajo de un gran árbol, y allí se quedó llorando. Era por la mañana muy temprano y no había nadie en la calle, pero sus sollozos no pasaron desapercibidos para fray Leonardo, quien acababa de celebrar la santa Misa. El religioso salió del templo para ver qué ocurría.
Al toparse con tan joven criatura, de grandes y vivos ojos negros, hinchados de tanto llorar, sintió pena de él y se lo llevó a la casa parroquial.
Allí, una señora lo bañó, le dio de comer y dejó que durmiera hasta que recuperase completamente las fuerzas.
Después de algunas horas el niño se despertó y fray Leonardo le preguntó cómo se llamaba, de dónde venía, quiénes eran sus padres. El pobrecillo, aún traumatizado, poco podía responderle. Sólo recordaba que su nombre era Mateo. Hablaba de su gatito Mimoso, del lindo jardín en el que acostumbraba jugar y, sobre todo, de su extremosa madre, dulce y amorosa como ninguna.
Le contó también lo feliz que era con ella hasta que una malvada mujer se lo llevó de su casa, encerrándole en un asqueroso tugurio, del que sólo salía para pedir limosna.
Esa noche, aquella bruja le había pegado con tanta fuerza que había decidido huir.
Las ventanas eran muy estrechas y tenían rejas. Las puertas estaban bien cerradas. Pero rezó una vez más la ora ción que su madre le había enseñado —“Ángel de mi Guarda, dulce compañía, eres mi guardia y mi vigía…”— y entonces se dio cuenta que el candado de la cancela no había sido echado…
Al oír esa plegaria, el rostro del fraile se iluminó y le pidió al crío que la repitiera. ¿No era aquella cándida y piadosa oración que rezaban los niños de una aldea cercana, en la que había estado predicando una misión hacía unos meses atrás?
* * *
Al día siguiente, la noticia llegó al pueblo de Matilde. Un niño llamado Mateo había aparecido en una ciudad no muy lejos de allí.
Estaba zarrapastroso, pero no herido, ni tullido. Únicamente hablaba de un gatito de nombre Mimoso y que añoraba mucho a su madre, que —según decía él— era muy bondadosa. Fray Leonardo, el monje que había estado predicando en esa localidad durante la primavera, lo había encontrado en la plaza y se había hecho cargo de él…
Matilde no lo dudó ni un segundo. ¡Era su hijito! Tenía que ir de inmediato a su encuentro.
* * *
El abrazo entre Matilde y Mateo fue algo más que largo, casi interminable. No paraban de mirarse y acariciarse, y sólo de vez en cuando cesaban momentáneamente sus mutuos cariños para agradecerle a fray Leonardo el haber cuidado con tanto esmero al pobre infante.
Llegada la hora de regresar, el buen fraile los retuvo un instante. Fue con ellos a la iglesia, se arrodillaron ante el Santísimo Sacramento y les hizo prometer solemnemente que nunca dejarían de tenerle devoción a aquel amigo invisible que había salvado a Mateo de ese infortunio: ¡El Ángel de la Guarda! 


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El divino silencio
En un antiguo monasterio en el norte de Europa vivió un piadoso monje llamado Rodolfo, gran devoto de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
A menudo, se refugiaba a los pies de un gran crucifijo que era muy venerado en la capilla no sólo por los religiosos, sino también por el pueblo de la región.
Allí, le gustaba a Fray Rodolfo meditar sobre estas palabras del Divino Redentor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Él quería, de alguna manera, consolar al Señor en esta situación de agonía y abandono. Y un día, movido por este generoso y noble deseo, decidió hacerle una audaz ruego. Arrodillándose a los pies de la santa imagen, oró en estos términos:
— Señor, veo cuánto sufristeis por todos nosotros. Aquí estoy yo, tu pobre hijo, te pido algo especial: concededme la gracia de quedar crucificado en vuestro lugar, padeciendo por Vos.
Movido por una gracia de profunda piedad, el buen monje no quitaba los ojos de la cruz, como esperando una respuesta. Por lo tanto, no se sor prendió al ver la imagen tomar vida y decirle:
— Hijo mío, veo con satisfacción tu deseo de consolarme en la cruz.
Pero, ¿sabes bien lo que pides?
— ¡Sí, señor, yo no quiero nada más!
— Bueno, Yo asumiré tu oficio de monje y tú quedaras aquí crucificado en mi lugar. Pero con una condición: pase lo que pase, veas lo que veas delante de ti, siempre debes permanecer en silencio. ¿Aceptas?
— Sí, señor, acepto —respondió Fray Rodolfo.
1.jpg1497Jesús tomó los rasgos de Fray Rodolfo y ocupó su lugar en la comunidad, ejerciendo sus funciones perfectamente.
Y el monje estaba sufriendo en la cruz, pero le consolaba saber que estaba aliviando el sufrimiento del Divino Maestro en su Pasión.
Pasaron los días y Fray Rodolfo, inmóvil, observaba a la gente que venía a rezar en la capilla, pero fiel a su promesa, no dijo siquiera una palabra.
Una tarde, vio entrar al joyero de la ciudad vecina, con una pequeña bolsa llena de piedras preciosas. Arrodillándose a los pies del crucifijo, pidió al Señor que le ayudase a hacer buen uso de las piedras que había comprado, a un comerciante, por un buen precio. Sin embargo, sin darse cuenta, la pequeña bolsa se le desprendió del cinturón, quedando en el banco.
Poco después, entró un hombre de apariencia deshonesta y sospechosas actitudes. Miraba a todos lados, como si buscara algo o... como queriendo saber si estaba siendo observado.
Se detuvo durante unos instantes, con aires de codicia, delante de los candelabros de plata del altar. Fray Rodolfo tuvo un impulso de gritarle que no los tocara... pero se contuvo a tiempo.
Prosiguiendo su camino, el extraño personaje se aproximó al banco donde el joyero había estado y se dio cuenta de la pequeña bolsa. Al abrirla, vio el tesoro que contenía, sonrió de satisfacción, miró de nuevo a todas las partes y salió a toda prisa.
Fray Rodolfo se sintió aliviado por haber logrado mantener su promesa, pero al mismo tiempo indignado con el robo en lugar sagrado. Algunos momentos más tarde, llegó una joven campesina, con una maleta en la mano. Venía a solicitar protección para un viaje de tren que iba a hacer.
Se arrodilló en el lugar exacto donde hacía poco estuviera el joyero. 2.jpg1498
Poco después, el joyero regresó, en busca de su bolsa perdida. No la vio en el banco, ni en el suelo. Suponiendo que nadie más hubiese entrado en la capilla... desconfió de la pobre joven y empezó a acusarla de robo, amenazándola con llamar a la policía.
Para Fray Rodolfo, ¡esta injusticia era demasiado! Él no fue capaz de permanecer en silencio. Y entonces, se oyó en el recinto sagrado una voz potente y clara:
— ¡No lo hagas! ¡Ella es inocente!
Asustados al escuchar esa voz que, sin duda, venía del crucifijo, el comerciante y la joven campesina salieron corriendo...
Por la noche, una luz sobrenatural invadió la capilla. Era Jesucristo quien entraba. Con tristeza anunció a Fray Rodolfo que debía descender de la Cruz, ya que no había cumplido con lo prometido, y por tanto no podía seguir ocupando más Su lugar.
— Señor, yo pido perdón... Pero, ¿cómo podía permanecer en silencio ante tal injusticia?
Jesús le contestó:
— ¡Oh! Mira cómo la realidad es más compleja de lo que la gente piensa...
3.jpg1499El ladrón, que hasta entonces la policía no había logrado atrapar, fue finalmente detenido tratando de vender... piedras falsas. Con ello se evitó un grave perjuicio al joyero, y de esta manera consiguió deshacer el mal negocio hecho con el mercader y recuperó su dinero. En cuanto a la joven campesina —¡pobre!— hubo un accidente en el viaje, y ella resultó gravemente herida; habría sido mejor que la injusta acusación le hubiera hecho perder el tren... Usted no sabía nada de esto, pero Yo sí. Por lo tanto, me habría mantenido en silencio.
Suavemente, el Señor regresó a la Cruz y reanudó su divino silencio. Y Fray Rodolfo, ahora más sabio y humilde, reasumió su lugar en la comunidad.
* * *
No es infrecuente quedarnos afligidos, cuando Nuestro Señor Jesucristo no atiende de inmediato nuestras peticiones.
A menudo, Dios permanece en un silencio incomprensible para nosotros, pero Él sabe lo que nos conviene.
Respetemos sus paternales retrasos. Incluso cuando Dios parece callarse, ¡nos atiende de la manera más provechosa para nuestras almas! 


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El pobre riquísimo
1.jpg1309
Cuando el viejo rico Naabot leyó la carta que le había llegado aquella tarde, dio un largo suspiro...
—¡Ah, la familia!
Quien escribía era un primo suyo, avisándole de su próxima visita. Zabulón, hijo de Dibón... Su memoria le inspiraba al mismo tiempo pena y cierta aversión. Los dos, de familias acomodadas en Israel, habían sido muy cercanos de jóvenes. Pasados los años, Naabot, emprendedor e incansable comerciante, se convirtió en uno de los hombres más ricos de Jerusalén. Zabulón, por el contrario, vio sus negocios rodar en una trágica serie de desgracias, y por lo que se sabía, estaba ahora al borde de la ruina más completa.
Sin embargo, después de años de separación, sentía curiosidad por verle de nuevo, por lo que marcó una reunión en su casa de campo, a poco más de seis millas al sur de Jerusalén.
El sol se puso detrás de las colinas arenosas, en aquella tarde de diciembre, cuando se reunieron los primos.
El contraste entre los dos era casi chocante. Naabot era la figura encarnada de la buena fortuna. Alegre, gordo y exhalando delicados perfumes, vestía una túnica de seda persa, y vistosos anillos brillaban en casi todos sus dedos. Por el contrario, el encanecido Zabulón personificaba el fracaso y la pobreza. Su rostro estaba marcado por una continua y silenciosa resignación. Su cuerpo escuálido estaba cubierto por una túnica tan gastada, que no podía adivinarse el color original. Quien lo viese, no podría creer que un día fuera hombre con muchas posesiones. Compadecido, Naabot le invitó a cenar, invitación humildemente aceptada por el otro.
Durante la cena, que el pobre comprensiblemente devoraba con avidez, hablaron sobre el pasado, recordando la infancia y la juventud de ambos. En un cierto punto, Naabot declaró al primo su modo de ver las cosas:
— Mira, Zabulón, yo respeto profundamente al Dios de Abraham, pero dejemos al Todopoderoso en su templo, que es bastante grande.
Aquí, sobre todo en el comercio, debemos utilizar toda la astucia y todos los medios que están a nuestro alcance, para obtener el éxito y la riqueza.
Y decía eso crispando las manos, como agarrando un puñado de imaginarias monedas delante de él.
El pobre primo, hombre piadoso, no estuvo de acuerdo con ese punto de vista materialista de Naabot, y también discutieron al respecto un buen tiempo durante la noche. Aunque se respetaban, entre los dos había una profunda divergencia en la forma de ver la vida.
Por último, viendo que no llegarían a ninguna conclusión, Naabot interrumpió la conversación y dijo:
— Bueno, vamos a ser sinceros. No habrá sido para discutir filosofía, ni para recordar el pasado, para lo que mi buen primo decidió visitarme.
Así que dime, Zabulón, ¿hay algo en que te pueda ayudar?
— Sí, dijo el infeliz, curvando la cabeza. Necesito tu ayuda. Pero no vengo a pedir dinero, sólo a proponerte un trato.
— ¿Qué negocio? — Preguntó curioso el comerciante.
— Como debes saber, he perdido todo lo que tenía. Todo, salvo un pequeño pedazo de tierra, resto de una granja que en otros tiempos era grande, no muy lejos de aquí. ¿Crees que puedes comprarme este terreno?
Naabot dio una carcajada.
— ¿Si puedo comprarlo? Mi querido Zabulón, me atrevo a decir sin exagerar ni con arrogancia, que tengo dinero para comprar cualquier cosa en Jerusalén, excepto el Templo y el palacio del gobernador, porque evidentemente no están a la venta.
Escucha: si por casualidad el sitio valiese más de lo que estoy pensando en ofrecerte, te entrego todos mis anillos. Y balanceaba ligeramente la mano, haciendo brillar los diamantes y zafiros. ¿Me dices que no está lejos? Entonces cojamos dos caballos y unos hombres, y vamos a ver esa tierra.
2.jpg1310
Así, esta noche te pago para que no digan los fariseos que no ayudé a un familiar necesitado.
Y así fue. Era una noche maravillosamente estrellada, hermosa y clara. Y como Zabulón había dicho, el lugar estaba cerca. Pero al llegar allí, vieron a una cierta distancia, al lado de una colina, algunas siluetas de hombres, camellos y caballos.
— Oh, una caravana. Tu terreno está ocupado por los beduinos, Zabulón.
Me va a costar dinero echarlos de allí. Vamos a ver más de cerca cuántos son.
Sin embargo, al acercarse más, Naabot observó preciosos adornos en los camellos, y sorprendido murmuró:
— Por Elías, no son beduinos, son hombres ricos, tal vez hasta sean nobles ¿Qué hacen aquí? Llenos de curiosidad, los dos judíos y sus guardias se acercaron cada vez más sin prestar atención a los integrantes de la caravana, ni éstos en ellos.
A las tantas, aparecieron los tres jefes de ese grupo desconocido. Los israelitas estaban atónitos. No eran simplemente nobles, por las coronas que portaban, ¡eran reyes! Tan ricos y suntuosos, que Naabot sintió como su presunta fortuna se reducía hasta el punto de parecer insignificante.
No lo habían percibido, pero a los pies de la elevación había una pequeña y pobre gruta, hacia donde los enigmáticos reyes se dirigieron. Mirando al cielo, Zabulón se dio cuenta que la noche era clara, no tanto por las estrellas en si, sino por una en particular, que superaba a todas en brillo. Ésta parecía asentarse suavemente en la colina.
En el interior de la gruta se encontraban, entre un buey y una mula, un hombre con su joven esposa, que tenía en sus brazos a un bebé recién nacido que sonreía. Era algo fantástico, porque de este Niño parecía irradiar una luz misteriosa, mas tenue, que envolvía la gruta y a todos los presentes.
Entonces los reyes, uno por uno, se inclinaron en adoración delante del Niño, tocaron el suelo con su frente, y le ofrecieron magníficos regalos. Más tarde, comenzaron a llegar pastores de la región, y todos de rodillas, se quedaron en respetuoso y admirado silencio ante el extraordinario Niño.
Tras permanecer un largo tiempo en aquella serena y hermosa atmósfera, Naabot y su grupo se dieron cuenta que era momento de partir.
Haciendo una última reverencia, salieron sin hacer ruido y caminaron en silencio. Naabot rompió el silencio, y despojándose uno por uno de sus preciosos anillos, se los entregó a su primo mientras decía:
— Cumplo lo que dije. Toma, Zabulón. Eres el pobre más rico que existe. Estos anillos son sólo una migaja. Tu terreno con su gruta no tienen precio. No hay oro en todo el Imperio Romano que pueda pagar lo que vale.
Uno de los guardias, osando dirigirle la palabra, preguntó a su amo:
— Mi señor Naabot, ¿nos ha llegado un nuevo profeta?
Los dos primos se miraron y Zabulón respondió:
— No, hijo mío. Ante nosotros se cumplieron siglos y siglos de profecías ... Esta noche, el Mesías nació en Israel.
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Abejas adoradoras de Jesús
Un crimen terrible atribuló aquella simple y devota aldea.
Toda la población estaba indignada con el robo sacrílego. Dos hombres encapuchados, de lenguaje grotesco y modos salvajes, invadieron la iglesia parroquial después de la última Misa del día, y robaron la Hostia grande, reservada para las Adoraciones solemnes que se realizaban todas las mañanas.
Y lo peor de todo es que, huyendo con increíble rapidez, consiguieron esconderse en un bosque próximo, en el que desaparecieron.
Durante días, todo el pueblo, desconsolado, además de hacer vigilias en desagravio por el gran sacrilegio, registró en vano el bosque, con la intención de recuperar la sagrada partícula.
Ni siquiera el señor Antonio, viejo apicultor, que conocía palmo a palmo aquellas tierras donde naciera y pasara toda su vida, consiguió encontrar ni una huella de los fugitivos.
El tiempo pasaba y el pueblo, enlutado, temía algún castigo para la aldea. Todos redoblaban las oraciones, la frecuencia en la Santa Misa y la participación en los otros actos de piedad de la parroquia. El diligente párroco llegó a pensar que tal vez la Divina Providencia hubiese permitido el terrible acontecimiento para enfervorizar a toda aquella gente.
También el señor Antonio estaba yendo todos los días a Misa, a pesar de las dificultades: vivía lejos, en los límites de la aldea, junto al bosque por donde huyeron los sacrílegos ladrones.
Además, tenía sus años y era delicado de salud.
De familia modesta, había heredado de su padre un pequeño lugar y vivía de vender la miel producida por las laboriosas abejas de su colmenar.
Era una miel deliciosa y muy apreciada en toda la región, sobre todo la de las flores del naranjo.
Viudo y sin hijos, cuidaba personalmente las colmenas, el manzanal y el jardín. Se entretenía observando el trabajo de las abejas. Se encantaba al verlas tan organizadas, disciplinadas y trabajadoras, buscando el néctar de las flores, sobre todo en el tiempo de la floración de los naranjos, para llevarlo a sus colmenas. De día ellas trabajaban arduamente, zumbando y volando por todos lados, entrando en las cajas con las patitas hinchadas de polen, y saliendo con ellas bien delgadas, para buscar más materia prima. Por la noche, dormían tranquilamente. No se oía entonces ni siquiera un zumbido. En las cercanías de las colmenas todo era oscuridad y silencio.
Sin embargo, pocas semanas después del robo sacrílego, el señor Antonio notó que algo extraño pasaba en el colmenar. En una de las cajas, las abejas entraban y salían con más frecuencia y todas las abejas de las otras colmenas parecían haber concentrado en ésta su trabajo.
El atento anciano decidió observar con más cuidado lo que ocurría. Se vistió su uniforme protector y entró en el colmenar. ¡Qué curioso! Parecía salir del interior de aquella caja un ruido muy suave y agradable, como si hubiese allí una cascada, cuya agua se deslizase suavemente hasta el suelo.
Un hecho todavía más impresionante se dio algún tiempo después.
Era ya de noche cuando paseando por el manzanal, un enjambre de abejas comenzó a volar en torno de su cabeza, como si quisiese comunicarle algo.
— ¡Qué extraño es esto! ¿Abejas, volando y trabajando a estas horas?
—se dijo para sí mismo.
Se aproximó al colmenar y vio, con enorme asombro, que de una colmena salía una luz de gran intensidad, y las abejas entraban en ella como queriendo decirle que allí había alguna cosa.
A la mañana siguiente, se preparó rápidamente y, casi corriendo, como se lo permitían los años, se dirigió a la parroquia para asistir a Misa.
Una vez que el párroco expuso el Santísimo, lo buscó en la Sacristía para contarle los extraños hechos ocurridos en su colmena.
— Eso me parece algo sobrenatural. Iré hoy mismo a ver qué está sucediendo —dijo el sacerdote.
Al anochecer, acudió hasta el lugar del señor Antonio para ver la “colmena luminosa”… llevó consigo al sacristán y a otro padre que lo auxiliaba en la parroquia.
Se acercaron todos a la colmena especial del colmenar. Curiosamente, las abejas les dejaban pasar, no les hacían nada. El párroco no podía entender lo que veía: del interior de aquella caja salía una luz espléndida.
Sin titubear, mandó al señor Antonio que la abriera. Éste ni siquiera se protegió con el uniforme, pues las abejas estaban tan mansas que resultaban inofensivas.
Abierta la caja, ¡qué maravilla!
Vieron una bellísima custodia hecha de fina cera blanca, toda afiligranada, dentro de la cual estaba la Sagrada Hostia robada de la iglesia algunas semanas antes. Y alrededor de ella, las abejas tranquilas, ¡en actitud de adoración!
El párroco y sus acompañantes se arrodillaron para adorar también al Santísimo Sacramento, y dieron gracias a Dios por la manera prodigiosa con que aquellas criaturas irracionales hicieron un acto de reparación por el sacrilegio que tanto dolor había causado a los habitantes de la aldea. Sin demora, el párroco convocó a los fieles y organizó una procesión a la luz de antorchas —de la cual participaron, en enjambre, las abejas adoradoras del Santísimo Sacramento— para conducir a la parroquia la milagrosa custodia de cera conteniendo la Sagrada Hostia.
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Algún tiempo después fue llevada a una capilla especialmente construida con el objetivo de hacer Adoración Perpetua a Jesús Sacramentado.
Se cuenta que todos cuantos iban a pedir una gracia o a implorar la misericordia de Dios salían consolados, y muchos enfermos volvían a casa completamente curados.
Pero el mayor milagro continuaba siendo la custodia de cera, colocada en un bello relicario. Y día tras día, los fieles podían ver muchas abejas entrando por una ventana y volando alrededor del altar, como para rendir un acto de culto a la Sagrada Eucaristía.
 
 
 
 
 
 
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