Diariamente recibimos innumerables beneficios que otras personas nos ofrecen. Por ejemplo, un vendedor que nos atiende en su negocio, un peatón que nos cede el paso, un profesor que se esfuerza por dictarnos un curso excelente, y los incontables favores y detalles que obtenemos constantemente de nuestros familiares y amigos.
También nos encontramos con dones y regalos que parecerían obvios y los damos por descontados: la vida, la salud, la comida, un nuevo día y la propia familia, entre otros.
Frente a esos favores, servicios o regalos que nos han dado las personas que nos rodean, correspondemos, muchas veces, con ciertas actitudes de indiferencia porque, quizás, nos hemos acostumbrado a ser los destinatarios ordinarios de esas atenciones.
Con frecuencia nos ahorramos, equivocadamente, el dar las gracias o expresar algún gesto de gratitud ante los detalles y servicios que los demás nos brindan. De esta forma, podríamos ir caminando en nuestro mundo rutinario sin valorar ni apreciar todo lo que continuamente estamos recibiendo de las otras personas, sea grande o pequeño.
La virtud de la gratitud manifiesta, de forma sencilla, el aprecio y la estima que hemos de tener frente a una persona que busca ayudarnos. El agradecimiento presupone la existencia de alguien que no sólo da sino que se da. ¡Qué fácil es decir gracias para suscitar, sinceramente, lazos de amistad y apoyo entre los hombres!
Las personas que saben ser agradecidas llaman fuertemente la atención a Dios. Así sucedió con los diez leprosos a los que Jesucristo curó y sólo uno, samaritano, regresó para darle las gracias. Entonces Jesús dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?» (Lc 17,11-19). Desde esta perspectiva, quien sabe agradecer, como el samaritano curado, demuestra que no considera todo como algo debido, sino como un don que, incluso cuando llega a través de los hombres o de la naturaleza, proviene en definitiva de Dios. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: ”gracias"! (cf. Benedicto XVI, Ángelus, domingo 14 de octubre de 2007).
La gratitud se eleva a un plano sobrenatural cuando agradecemos a Dios por todos los dones que nos regala ordinariamente. Desde esta óptica, muchos hombres se levantan por encima de las dificultades y contrariedades de la vida para mostrar su gratitud al Señor, aún en medio del dolor, porque saben que Dios puede sacar del mal un bien mayor. Este fue el caso del justo Job que ante la muerte de sus hijos respondió: «Dios me lo dio, Dios me lo quitó, bendito sea su santo Nombre» (Jb 1,18-21). Nuestra existencia está entretejida de situaciones dolorosas y nos puede costar aceptarlas sobrenaturalmente. Por esto es necesario vivir con la conciencia, como Job, de que Dios está presente en cada momento de nuestra vida, especialmente en las situaciones de sufrimiento (cf. Benedicto XVI, Homilía: encuentro con el mundo sufrimiento, 19 de marzo de 2009).
En conclusión, la virtud de la gratitud nos “humaniza” porque entraña el respeto y la educación entre las personas. Este precioso don también envuelve, simultáneamente, el acto de dar con generosidad y la actitud de recibir con agradecimiento. De esta forma, la gratitud es fuente de aprecio y estima entre los hombres y nos ayuda a elevar el corazón a Dios.
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