Tengo la mano de un amigo, que me sostiene, me apoya y me guía. Cuando estoy triste, con su pañuelo invisible y divino seca mis lágrimas. Me acaricia el alma y me plancha el corazón cuando se me quiere estrujar de malos sentimientos. Cuando me caigo me ayuda a levantar. Con sus manos me formó y entretejió en el vientre de mi madre. Siempre me ha auxiliado, nunca me ha desamparado.
Existen en la vida diversas manos que me han tocado: las de mis padres que con tanto amor me han abrigado y cuidado. Las de doctores, maestros y amigos que en ocasiones específicas han causado un gran toque en mí. Pero sin duda me atrevo a decir que el toque de la mano de Dios ha sido el más significativo, porque me salvó envolviéndome en su gracia sublime y divina. Porque transformó mis espinas en rosas.
Y si aún no has experimentado en tu vida, el toque de sus manos salvadoras, ¿qué esperas para hacerlo? Él te espera ansioso y emocionado para envolverte con su abrazo y darte nueva vida.
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