La oración es buscar a Dios, es ponernos en contacto con Dios, es encontrarnos con Dios, es acercarnos a Dios. Orar es llamar y responder. Es llamar a Dios y es responder a sus invitaciones. Es un diálogo de amor. Santa Teresa dijo en una ocasión: “Orar es hablar de amor con alguien que nos ama”. La oración no la hacemos nosotros solos, es el mismo Dios (sin que nos demos cuenta) el que nos transforma, nos cambia. Podemos preguntarnos, ¿cómo? Aclarando nuestro entendimiento, inclinando el corazón a comprender y a gustar las cosas de Dios. La oración es dialogar con Dios, hablar con Él con la misma naturalidad y sencillez con la que hablamos con un amigo de absoluta confianza. Orar es ponerse en la presencia de Dios que nos invita a conversar con Él gratuitamente, porque nos quiere. Dios nos invita a todos a orar, a platicar con Él de lo que más nos interesa. La oración no necesita de muchas palabras, Dios sabe lo que necesitamos antes de que se lo digamos. Por eso, en nuestra relación con Dios basta decirle lo que sentimos. Se trata de “hablar con Dios” y no de “hablar de Dios” ni de “pensar en Dios”. Se necesita hablar con Dios para que nuestra oración tenga sentido y no se convierta en un simple ejercicio de reflexión personal.
Cuanto más profunda es la oración, se siente a Dios más próximo, presente y vivo. Cuando hemos “estado” con Dios, cuando lo hemos experimentado, Él se convierte en “Alguien” por quien y con quien superar las dificultades. Se aceptan con alegría los sacrificios y nace el amor. Cuanto más “se vive” a Dios, más ganas se tienen de estar con Él. Se abre el corazón del hombre para recibir el amor de Dios, poniendo suavidad donde había violencia, poniendo amor y generosidad donde había egoísmo. Dios va cambiando al hombre.
Quien tiene el hábito de orar, en su vida ve la acción de Dios en los momentos de más importancia, en las horas difíciles, en la tentación. |
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